viernes, 28 de diciembre de 2012

UNA PROPOSICIÓN EN AUSCHWITZ

"...Llevaba ya tres semanas en Auschwitz, y todavía no podía creerlo. Vivía como en un sueño, esperando que alguien viniera a despertarme.
    Las encarceladas gritaban, se peleaban y se golpeaban. El ruido de sus voces de me antojaba vagamente como el estruendo de una manada de animales. Desde mi koia miraba el interior de la barraca como si sobre las cosas se tendiese un velo, sumida en mi desventura y en mi apatía.
    Sobre este concierto de miseria, llegó de repente a mis oídos una bondadosa voz humana. Me levanté y miré por encima de la koia. Era un hombre apuesto de ojos azules, vestido con traje carcelario de rayas, que se inclinaba sobre la tercera hilera. Me quedé sorprendida al ver allí a un hombre. La nuestra era una
barraca de mujers.
    Desde por la mañana había estado reparando los camastros, pero yo me sentía tan aturdida y aletargada que no lo había oído martillear. Me miró y me dijo:
    - ¡Ánimo! ¿Qué le pasa?
    Lo miré, pero no contesté. Él se bajó entonces. Vi que era alto, Tenía ojos claros y de un azul radiante. lo había rapado, pero se le notaba pelo oscuro. Sonreía. Aquello me llamó la atención. ¿Cómo podía haber un hombre que sonriera en aquel campo? Había encontrado a alguien que no quiso sucumbir a la degradación espiritual.
    Siguió hablando y me hizo trabar conversación con él. Me enteré de que era polaco y de que llevaba ya cuatro años en campos de concentración desde la caída de Varsovia. entre risas, me dijo que era carpintero. A veces limpiaba los evacuatorios o trabajaba en los caminos.
    Desde entonces fue todos los días a reparar las camas. Charlamos y nos hicimos amigos. Al cabo de cierto tiempo, yo esperaba con impaciencia sus visitas. No me interesaba como hombre, era la única voz que tenía sonidos humanos en todo el campo.
     A los trabajadores se les permitía una hora libre, generalmente alrededor de las 11 de la mañana, según el sol. Un día me dijo que lo siguiera cuando se retiró. Le agradecí sinceramente la invitación y me dui con él. Hasta entonces, nunca se me había ocurrido que pudiera salir de la barraca ni un momento siquiera.
     Lo seguí pisándole los talones. Por fin, llegamos a un claro en que los trabajadores estaban guisando comida en una fogata. Con gran asombro mío, mi amigo, que se llamaba Tadek, sacó dos patatas, raro tesoro, y las puso a cocer en una olla. Con los ojos iba yo siguiendo cada uno de sus movimientos.
     Aquello fue como una escapada traviesa de niños. Tadek me dió una patata. Se sentó frente a mí y empezó a devorar la otra. Aquel fue el primer bocado que pude retener en el estómago. Hasta entonces, había devuelto cuanto me metía en la boca.
     Tadek me tenía reservada otra sorpresa. Me regaló un chal.
     - Puede usted ponerse esto en la cabeza. Tiene que ser terrible para una mujer verse sin pelo -me dijo.
     Me quedé asombrada. Quería darle las gracias, pero no estaba segura de que al abrir la boca no empezase a llorar.
     - Queda usted invitada todos los días a mis patatas -continuó. Y acaso me las arreglé para "organizar" algún otro alimento, y quizás hasta ropa.
     Se me acercó, y como hablando consigo mismo, me dijo:
     - Parece extraño, pero la verdad es que, aunque no tiene usted pelo y está vestida con andrajos, hay algo en usted que inspira grandes deseos.
     Sentí su brazo en torno a mi cintura. Con la otra mano me tocó y empezó a acariciarme el pecho.
     Se me desplomó el mundo hecho pedazos. Le había dicho previamente lo que me ocurrido... que había perdido a mi familia. ¿No era capaz de comprender los sentimientos que experimentaba? Quería hacer amistad con el ser humano que había dentro de él, pero sin nada carnal.
     Luego me enteré de que su estilo de hacer el amor era el más fino de Auschwitz. La forma corriente de insinuarse era mucha más cruda y directa. Me quedé en silencio con la cara bañada en lágrimas.
     Él se desorientó un poco.
     - No llores -murmuró-. Si no quieres ahora, esperaré. Si cambias de manera de pensar, dímelo. Me verá en el trabajo.
     Sonó el gong y se fue.
     Pero primero añadió a guisa de despedida:
     - Entre tanto, podemos hablar, pero no pienses en que te dé comida. No tengo otra cosa, y con lo poco que dispongo, me las habré de arreglar para conseguir mujeres. Con esta misera y nerviosismo, las necesitamos más que en la vida normal. Las mujeres cuestan poco, pero es casi imposible encontrar un lugar donde poder estar seguros. Los alemanes están constantemente al acecho, y si nos pescan, nos cuesta la vida.
    Luego se sintió avergonzado.
    - Tú no lo comprendes. Siempre tengo frío y hambre. A todas horas me golpean, y nunca sé cuándo me van a descerrajar un tiro. Tú eres todavía una novata, ya cambiarás. Dentro de unas semanas, lo entenderás.
    Tadek siguió entrando todos los días en nuestra barraca con un paquete de alimentos, pero no para mí, sino para otra mujer. Cada vez que pasaba, me ofrecía algo de comida. A veces no cambiábamos siquiera una palabra. Me ofrecía el paquete y yo volvía la cabeza a otro lado. Fui adelgazando más y más cada día, y él se sonreía también más sarcásticamente cuando rechazaba sus regalos. Al cabo de unas semanas, apenas tenía fuerzas para andar, y me desvanecía frecuentemente al pasar revista. Pero había tomado la decisión de no ceder.
     Sin embargo, yo sabía de sobra que no podría resistir más de aquella manera.
     Me decidí a ir a los lavabos, donde, según había oído, los hombre se reunían allí durante su hora de descanso y a veces compartían su alimento con las mujeres. Oré porque, al menos, pudiese encontrar una persona que se compadeciera de mí.
     Cuando llegué, ví a las presas al acecho de la llegada de los guardianes. Hacían como que estaban trabajando, porque se prohibía rigurosamente a las mujeres entrar cuando los hombres ocupaban los lavabos.
      La escena que contemplé en el interior era verdaderamente desalentadora. En el fondo de la inmunda barraca había hombres que estaban bebiendo su sopa en botes sucios de hojalata que habían recogido en el basurero.
     El antro estaba abarrotado de gente. Hombres y mujeres se apretujaban en todos los rincones de la estancia. Las parejas se apretaban, hablando. Otros estaban sentados contra las paredes en íntimo abrazo. Hábía unos cuantos que se dedicaban a transacciones de mercado negro. El hedor de los cuerpos sin lavar se mezclaba con los olores rancios de los alimentos inmundos y con humedad general. El aire era irrespirable.
     En otra parte del campo se desarrollaba un espectáculo muy distinto. Acababa de llegar un nuevo envío de deportados. Los gritos de las mujeres y de los niños, al ser separados en la primera selección que se verificaba al apearse de los trenes, se elevaban por encima de las conversaciones en los lavabos. Las llamaradas de las chimeneas del crematorio eructaban penachos de humo al cielo.
      Apenas había traspuesto el umbral, cuando ya quería echar a correr y esperar de allí. Pero no pude. me estaba destrozando el estómago un dolor voraz que era algo más que simple hambre.
     Pegado a la pared, en un rincón, había un viejo que comía en un lata. Producía horror mirarlo, pero acaso a eso se debiera el que creyera que podía fiarme de él. No le quedaba un solo diente en la boca. Tenía la cara marcada por la viruela y llena de cicatrices. En la cabeza se le veía un esteatoma. Y, como si fueran pocas todavía las deformaciones que le había deparado el destino, no tenía más que un ojo.
     En el líquido negruzco que había en su lata flotaban dos pequeñas patatas. ¡Patatas! les clavé los ojos con voracidad cuando las iba a morder. Pero no podía comer más que la parte de afuera. El interior estaba todavía crudo y resultaba demasiado duro para sus mandíbulas sin dientes. Lo que no podía comer, lo metía de nuevo en el bote. Se bebió la "sopa" negruzca, y allí quedaron las patatas.
     Miró en torno suyo. ¿Estaría buscando al alguien con quien poder compartir aquel regalo principesco? Entonces me vio clavándole los ojos avorazados. Con una sonrisa tan deforme y horrible que creí volverme loca, me ofreció el resto de su lunch. Éche la garra a su regalo y empecé a comer. De repente, una mujer se abalanzó sobre mí y me arrebató las patatas de la mano.
    - ¡Puerco inmundo! - gritó al viejo, que podría tener cincuenta y cinco o sesenta años-. ¿Estás dando la comida a otra?
    - ¡Vete al infierno! -le ccontestó el-. Yo hago lo que me da la gana. Ésta es más joven que tú.
    Soltó a la mujer que me había embestido, la arrojó al suelo y la pateó. Los gritos de la caída atrajeron a las demás personas que ocupaban los lavabos. Todos ellos, hasta los que estaban amándose muy concentrados, se apelotonaron en derredor. Se me subieron los colores al rostro.
     De pronto se acercó Tadek.
     - ¡Cuánto me sorprende verta aquí, Alteza! -exclamó, sonriéndome sarcásticamente. Has tardado mucho en darte a ver. Has aguantado demasiado. Esto será mejor que las patatas a medio cocer que te han dado.
     Me ofreció el paquete de comida, como siempre. Nos quedamos mirando el uno al otro. ¡Cómo lo aborrecí en aquel momento! Agarré el paquete y se lo tiré a la cara con toda la fuerza que pude. Luego eché a correr. Todavía hoy no soy capaz de recordar como regresé.
      Pasó bastante tiempo después de aquella última reunión sin que tuviese contacto con Tadek. Pero, aunque no supe nada de él se veía a Lilli, la mujer a quien llevaba ahora sus regalos de comida. Cuando, pasando el tiempo, me destinaron a trabajar en la enfermería, mi rival se había convertido en una visitante asidua y regular. Gasté mi ración de pan en comprar para ella en el mercado negro una medicina muy rara y difícil de conseguir. La medicina era para combatir la sífilis..."

Los Hornos de Hitler
Olga Lengyel